Las 17 fracturas de huesos que acumula el cuerpo de Bernardo Nápoles han construido una interesante filosofía de vida para su dueño, que consiste en decir las cosas de manera terminal, definitiva. “Mira, ese salón de fiestas nunca funcionó, la pura verdad”, dice, mientras se sube a la moto y se ajusta la gorra. “El de al lado sí, porque era putero, pero ese no”, añade. “Sí, vi gente allí una vez, pero parecía que no eran de aquí”. Nápoles, de 60 años, inicia la marcha. Pedalea y poco a poco su figura se va desvaneciendo. Un perro se le acerca, unas vacas cruzan la calle. Cuando pasa por el salón que nunca funcionó, apenas la mira.
Es una construcción verde, el salón, que comparte barrio con el otro que hizo obras y que ahora parece abandonado, con una gasolinera, varios campos de cultivo, una planta de reciclaje, algunas casas… Parece un lugar solitario. En hora y media pasan unos campesinos y un puñado de perros. Al fondo se puede ver el cráter Nevado de Toluca, con un escupitajo de nieve en la cima. Huele a gas y estiércol. Palabras como salón o barrio se usan aquí por convención, a traición a la realidad. No hay barrio en este pedazo de los suburbios de Tenango del Valle, en el Estado de México. No hay fiestas en el salón. Lo que hay son dudas, interrogantes sobre cómo este lugar se ha convertido en el centro del horror en un país que cuenta horrores todos los días.
La semana pasada, las autoridades locales anunciaron el macabro hallazgo de una enorme fosa clandestina en este cuarto de Tenango, un depósito, en realidad, un galpón en este terreno que no es ni campo ni ciudad. Hasta el pasado domingo, peritos de la Fiscalía local sacaron del subsuelo 47 costales con restos humanos. Al cierre de esta semana aún se encontraban en la puerta una central eléctrica unitaria, un camión frigorífico de la morgue y una ambulancia. No se conocen restos de cuántas personas fueron enterradas allí.
Las autoridades llegaron al galpón por casualidad. El martes de la semana pasada, agentes de la policía estatal y de la Fiscalía detuvieron a cuatro presuntos integrantes de un grupo delictivo muy activo en la zona en los últimos años en Tenancingo, localidad vecina. Al revisar sus celulares, encontraron videos en los que aparecían estos hombres torturando a otros. Los vídeos llevaron a las autoridades al almacén, según ha informado a EL PAÍS una fuente cercana a las investigaciones, que se encontraba en el almacén la semana pasada, cuando llegó la Fiscalía local.
De los cuatro detenidos, las autoridades señalaron a uno de ellos como su líder, Jaime Luis “N”, alias El Pozolero o El 666. Apodo conocido en México, su nombre hace referencia a una comida popular, el pozole, una sopa con granos de maíz y carne de pollo o cerdo. En el inframundo, el apodo apunta a las cualidades criminales del poseedor, entrenado en disolver cuerpos en químicos. A falta de nueva información por parte de las autoridades, el rumor por estos días es que El Pozolero y sus hombres utilizaron el galpón de Tenango para esconder los cuerpos semidestruidos de personas.
La profunda brutalidad de esta suposición, el posible hallazgo de restos humanos cocidos en un viejo salón de baile, palabra en la jerga criminal habitual para estos casos, apenas ha escandalizado a un país donde la violencia se ha convertido en el paisaje. Al intentar comprender los datos, el enunciado individual —un asesinato, un secuestro— pierde sentido y se imponen calificativos colectivos, como masacre o atrocidad.
En México, lejos de enfrentar una atrocidad a la vez, la sociedad convive con varias al mismo tiempo. En estos días, por ejemplo, el caso de Tenango ha compartido espacio en las noticias con el hallazgo de cuatro cadáveres en Zacatecas, que podrían ser los de cuatro jóvenes desaparecidos en Navidad o con la desaparición de dos defensores de derechos humanos en Michoacán, por Ni hablar del goteo de asesinatos, a una media de 90 diarios, entre tiros, descuartizados, acuchillados…
una montaña de tierra
Alguna vez utilizado como salón de fiestas, el galpón El Pozolero en Tenango presenta hoy un hueco de piso a techo en su pared lateral derecha. Fue la solución que encontraron los investigadores para introducir una excavadora, capaz de romper la placa de hormigón de 20 centímetros que cubría el suelo. Un montículo de tierra ahora cubre parcialmente el agujero en la pared, barro que los topógrafos sacaron del piso del sótano la semana pasada.
Desde lo alto de la montaña de tierra se puede ver la parte principal de la bodega, la pista de baile, ahora sin concreto, apenas excavada. Los expertos centraron sus esfuerzos en la otra parte, unas habitaciones que se encontraban en la parte trasera del edificio. Los especialistas localizaron los sacos con restos humanos entre metro y metro y medio de profundidad, aunque cavaron un poco más, hasta dos metros, por si encontraban nuevos restos. Además, “se realizaron sondeos en varios puntos del terreno para descartar que pudiera haber restos a mayor profundidad”, explica una fuente familiarizada con las investigaciones.
En el resto del inmueble “se utilizó un georadar con apoyo de la Comisión de Búsqueda de Personas del Estado de México, el cual marcó el terreno con irregularidades en gran parte del terreno, por lo que se levantó todo el piso”. y buscaron en todo el interior de la bodega”, dice la misma fuente. Desde la montaña de tierra, todo está en calma ahora, como si nada hubiera pasado allí. En el suelo se distinguen rastros de un color amarillo amarronado, como cal madura .
Además de la bodega de Tenango, El Pozolero y sus hombres dieron la ubicación de otros dos lugares que utilizaban en sus actividades delictivas, tanto en Toluca como en su área metropolitana, a media hora de la bodega. Por el momento, las autoridades no han reportado hallazgos similares en esos puntos. Tampoco han dicho si hay más de esos tres. Dada la historia del salón de baile, las preguntas se acumulan: ¿Por qué los escondían aquí? ¿Qué hicieron con esos cuerpos? ¿Nadie sabía nada?
Al igual que el señor Nápoles, los campesinos que pasan por la calle de los almacenes dicen que nunca vieron nada extraño. “Recuerdo que una vez unas mujeres estaban nivelando el piso de la entrada”, cuenta Raúl Rojas, de 48 años. Se refiere al espacio frontal, frente a la puerta, donde ahora está estacionado la ambulancia y el resto de los vehículos de las autoridades. “Pasamos por aquí casi a diario y es muy tranquilo. De vez en cuando viene un niño pequeño a traerlos aquí, pero nada”, cuenta. Se refiere a unas cervezas.
Algo similar cuenta Juan García, de 62 años, quien empaca pasto en una milpa cercana bajo un sol vertical. “Yo soy oriundo de aquí, de Tenango, y paso todos los días a las 7:45 para ir a trabajar a un rancho allá”, dice señalando un punto no especificado más allá de la carretera que va hacia el sur, hacia Tenancingo. “Y la verdad es que siempre vi la habitación cerrada, nunca vi nada”, dice.
Las investigaciones continúan, así lo dice la Fiscalía del Estado de México. Esta semana, un juez acusó a El Pozolero y sus secuaces por narcotráfico. En los allanamientos a las casas de la banda criminal, las autoridades encontraron paquetes de droga. El juez también procesó a El Pozolero por secuestro. La Fiscalía acusa al presunto delincuente de tener cautiva a una mujer en Tenancingo en agosto. Él y su grupo cortaron pedazos de los dedos de la mujer.
Suscríbete aquí a Boletin informativo de EL PAÍS México y recibe toda la información clave de la actualidad de este país