Diez años después de la muerte de Hugo Chávez y más de seis años de la de Fidel Castro, la mayor parte del territorio latinoamericano está gobernado por la izquierda. Sin embargo, las diferencias entre ellos parecen más pronunciadas que a principios del siglo XX, cuando esos dos líderes intentaron conducir la política regional desde premisas heredadas de la izquierda revolucionaria y antiimperialista de la Guerra Fría. Hoy, casi todos los gobiernos de izquierda llegan al poder por vías democráticas, no tratan de perpetuarse, mantienen buenas relaciones con Estados Unidos y no alteran las estructuras macroeconómicas de sus países.
Durante el primer ciclo progresista, las diferencias entre las izquierdas dominantes en América Latina eran perceptibles, pero hábilmente manejadas. Lo mismo en relación a sus respectivos marcos constitucionales como en la política hacia Estados Unidos y el resto del continente. Muy diferentes fueron las experiencias de los gobiernos de Tabaré Vázquez y José Mujica en Uruguay, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, Chávez y Maduro en Venezuela o Correa y Moreno en Ecuador. Aun así, durante ese ciclo, el fuerte integracionismo regional produjo consensos geopolíticos, frente a administraciones estadounidenses tan disímiles como las de George W. Bush y Barack Obama.
En el nuevo ciclo progresista, más abarcador que el primero, las diferencias se agudizan por la ausencia de foros regionales estables e inclusivos. Unasur no logra recuperarse de la derrota de 2018, como reacción al conflicto venezolano. La Celac, a pesar de los esfuerzos de gobiernos como los de Andrés Manuel López Obrador en México y Alberto Fernández en Argentina, o la pronta reintegración de Brasil, tampoco encuentra un esquema de sucesión sólido, como el que existió en su primera etapa: cuando la presidencia pro tempore alternó entre administraciones de muy distintos signos ideológicos como Chile, Cuba, Costa Rica y Ecuador.
En los últimos tiempos se han reproducido disputas, aunque la izquierda hegemónica trata de ocultarlas o minimizarlas. Se trata de disputas cuya fuente principal es la tensión entre democracias y autoritarismos, que va más allá de la división entre izquierda y derecha, pero se proyecta sobre la geopolítica regional con costos evidentes. Los muy dispares tonos de crítica o tolerancia a la situación de los derechos humanos en Venezuela, Nicaragua y Cuba, por parte de presidentes de la nueva izquierda, como Alberto Fernández, Gabriel Boric y Gustavo Petro, han provocado sutiles represalias del polo bolivariano en la cumbre de la Celac en Mexico; en la falta de apoyo al proceso constituyente en Chile y en el apoyo ambivalente al proceso de paz en Colombia.
Las fricciones tienen a su favor el nuevo presidencialismo diplomático, que refuerza el papel de los jefes de Estado en la política exterior. Este presidencialismo se traduce en una búsqueda de apoyo regional para las luchas internas entre gobiernos y oposiciones, como lo han hecho los presidentes López Obrador, Arce y Petro a favor de Cristina Fernández de Kirchner, en pleno proceso judicial, o a favor del expresidente Pedro Castillo, tras su destitución por el congreso peruano. También se refleja en una mayor desinhibición verbal de los líderes a la hora de opinar sobre conflictos internos en países donde no gobiernan sus aliados, como se ha visto con el cuestionamiento de López Obrador y Petro a la presidenta peruana Dina Boluarte, reconocido por la Grupo de Puebla y los gobiernos de Chile y Brasil.
Con todo y su protagonismo, las posiciones de López Obrador, Petro y Fernández no pueden asimilarse al activismo de Evo Morales ni a los sectores más ideológicos del bloque bolivariano y sus bases continentales. Morales ha desplegado en los últimos meses un fuerte proselitismo dentro de Perú, especialmente en Puno, como parte de su proyecto Runasur: una nueva variante de alianza regional, principalmente en los Andes, aunque con vínculos crecientes en las bases de sindicatos y movimientos sociales del Sur. Cono. En sus recientes viajes a Argentina y Brasil, Morales ha reforzado estos lazos en una perfecta puesta en escena del relativismo del respeto a la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos.
La propia agenda del Estado plurinacional, impulsada por Morales en Sudamérica, carece de consenso constitucional en la izquierda del subcontinente. Este activismo, sin embargo, al igual que el que se pone en práctica a favor de los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba, no se asume como “intervención” sino como “solidaridad”. La intervención es denunciada cuando se trata de visiones críticas del autoritarismo, de derecha o de izquierda, o de los vínculos con Estados Unidos, aunque López Obrador reitera que el intervencionismo en México ha llegado a su fin. Al referirse a la promoción del eje bolivariano oa la casuística diplomacia latinoamericana del presidente mexicano, se pone en entredicho la soberanía o la “doctrina Estrada”.
Los desacuerdos, no admitidos o retóricamente encubiertos, ya tienen costos para el integracionismo regional, como pudo comprobarse en la última Cumbre de las Américas en Los Ángeles, donde no hubo una posición común latinoamericana. O en el aplazamiento de la reunión de la Alianza del Pacífico, en México, tan relevante por su enorme capacidad de convocatoria y su compromiso pragmático, centrado en una relación prioritaria con el Sudeste Asiático. El recrudecimiento de la vieja crisis política en el Perú y la multiplicidad de posiciones que genera también reducen los incentivos para un relanzamiento de la Alianza del Pacífico, mal vista por el bloque bolivariano.
Otro costo ya comienza a evidenciarse en la diferente forma de manejar las crisis migratorias en México, Centroamérica y el Caribe. Dado que el gobierno mexicano postula que la integración debe incluir a Estados Unidos y Canadá, lo que para la mayoría de la izquierda es una contradicción en los términos, su negociación del tema migratorio con Washington genera tensiones con sus propios vecinos latinoamericanos. López Obrador y su gobierno suelen compensar estas tensiones a través de una relación demagógica y paternalista, más discursiva que práctica, con Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Estas disputas, y las que vendrán, deberían convencer a la izquierda gobernante de que la integración no puede avanzar ni ser duradera si aspira a basarse en la armonía ideológica, en una región mayoritariamente democrática y, por tanto, plural, o en la amistad entre presidentes rotativos. Lamentablemente, los hechos no bastan para convencer a los gobiernos de que prioricen la inmediatez del ejercicio del poder y abandonen paulatinamente la diplomacia de Estado, en el mediano y largo plazo, sin la cual será siempre imposible un verdadero avance en la integración.
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