Beatriz Díaz, una vecina de Riba-roja de Túria (Valencia) de 42 años, ha vivido en una montaña rusa en los últimos tres años. Alquiló en 2015 una casa que acabaría en manos de la Sareb (la Sociedad de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria, también conocida como banco malo) por un impago del promotor del edificio. Todo iba bien hasta 2020. En esa nebulosa de cambio de propietario, empezó a recibir cartas de impago, incluso notificaciones de desahucio y llegó a ir a los tribunales para demostrar que ella había seguido abonando la renta cada mes. “Ha sido muy duro”, recuerda apesadumbrada. Pero en la misma frase añade una coletilla en un tono muy diferente: “Luego he tenido la recompensa de encontrar gente que te ayuda y te entiende”. No es que Díaz haya cambiado de piso ni de casero. Su problema ha coincidido, una década después de la creación de la sociedad en 2012, con un cambio clave en la gestión de situaciones de vulnerabilidad por parte de la Sareb. Y hoy esta zaragozana afincada en Valencia representa uno de los 6.800 contratos de alquiler social que el banco malo ha firmado desde mediados de 2022.
Coincidiendo con la toma de la mayoría de capital por parte del Estado (algo inicialmente prohibido por la norma que alumbró la Sareb), la compañía introdujo los principios de “sostenibilidad” y de “utilidad social”. Esto se ha materializado en un Programa de Vivienda Asequible y Social que volteó el enfoque anterior. De 13.900 inmuebles en la cartera social del banco malo, solo 1.900 están actualmente cedidos a comunidades autónomas y ayuntamientos. Ese era el mecanismo que se privilegiaba hasta 2022: se llegó a anunciar la puesta a disposición de hasta 15.000 viviendas para estos fines. El problema es que ni comunidades ni consistorios querían tantas porque carecen de capacidad para gestionarlas. Y ahí es donde el banco malo decidió arremangarse para resolver un problema: un 40% de las casas que recibe por transformación de activos (cuando obtiene la posesión de un inmueble que era garantía de un préstamo impagado) tienen personas viviendo dentro. De estos, la mitad son hogares vulnerables.
El primer paso es identificar en qué condiciones vive la familia. Empresas especializadas (Servihábitat ganó el concurso de gestión y se asocia con proveedores de servicios sociales como Sogemedi o Gesocin) realizan el estudio. Y si detectan vulnerabilidad, ofrecen un alquiler social que se calcula como tope en el 30% de los ingresos del hogar y se revisa con ese criterio cada año. El plan ha crecido exponencialmente: los 3.000 contratos firmados en abril ya eran 6.000 después de verano, y ahora suponen 6.800. A eso se suman 1.200 en trámites de formalización y otras 2.500 situaciones de familias que no responden, según las cifras facilitadas por Sareb. Algunas de estas, cuentan, acabarán colaborando porque no entrar en el programa supone que el banco malo sigue con el proceso por la vía menos amable: la recuperación de la propiedad mediante procedimiento judicial, lo que puede terminar con un desahucio.
En Barcelona, Carmen (55 años) cuenta la mochila que lleva encima. Malos tratos, un 65% de discapacidad, un desahucio en el castigado barrio del Besòs, un realojo en el igual o más castigado barrio de La Mina, y un contrato de alquiler que resultó ser una ocupación ilegal en el piso desde donde cuenta su historia. Llegó al barrio de Sant Andreu hace ocho años. “Es verdad que el alquiler era demasiado barato, pero me urgía salir de La Mina, hubiese cogido lo que fuera”, relata. Una mañana, a las pocas semanas de entrar, la despertó el taladro de un operario que cambiaba la cerradura de su casa. Allí descubrió que el contrato era un engaño, el piso había sido de un banco y luego de la Sareb, y los suministros estaban pinchados.
La Sareb intentó desahuciarla, pero Carmen acudió a plataformas por la vivienda, que alertaron de su caso a la unidad antidesahucios del Ayuntamiento que creó la entonces alcaldesa Ada Colau. Consiguieron frenarlo al demostrar su vulnerabilidad. Ahí comenzó su relación, a buenas, con la Sareb. “Claro que era el banco malo, era la reputación que tenía, pero para mí ha sido el banco bueno, una salvación, no temer cada día por encontrarme en la calle y tener tranquilidad mental”, dice de corrido. Paga 125 euros al mes, lo que se calculó porque solo percibía la renta mínima, que actualmente ya no recibe porque ha empezado a trabajar limpiando porterías, ella, y su hijo en un local de comida. Andrea, la técnica social que la acompaña en todo el proceso, explica que acaban de reconocerle el 65% de discapacidad (hasta ahora tenía el 40%), y empezarán papeleo para ver a qué ayudas tiene derecho. Además, cuando firmó el contrato, la empresa hizo obras de mantenimiento en el piso: arreglaron ventanas, el baño y pusieron vitrocerámica en la cocina.
“Invertimos de media unos 4.000 euros por vivienda para cumplir con los criterios de habitabilidad”, explica Pau Pérez de Acha, director de Vivienda Asequible y Social de Sareb. El ejecutivo llegó a la compañía en marzo de 2022, un mes antes de que se anunciara que la mayoría de capital ya era público, tras años dedicado a la gestión de vivienda social en Banco Sabadell y Cáritas. Define el programa como “una solución pragmática y un cambio de mentalidad” por parte del banco malo. Pero también defiende que “a la vez es una solución económica” porque ayuda a revalorizar viviendas que por su situación no aportaban nada al magro balance económico de la Sareb, que no ha dejado de perder dinero año tras año desde que se creó. Así, creen que pueden valer hasta un 75% de lo que se pagaría en el mercado libre, una cifra considerable para una empresa con el mandato de disolverse en 2027. Para entonces, el parque social que quede podría acabar vendiéndose o siendo traspasado a las Administraciones.
Un plan con “aristas”
Pérez de Acha reconoce “aristas” y “situaciones sociales muy duras” cuando algunas familias no colaboran, pero cree que el balance es positivo. “La gente mayoritariamente es proactiva porque lo que quiere es que le vaya bien y poder pagar el alquiler”, comenta enfatizando el rechazo a cualquier forma de “criminalizar la pobreza o el excesivo interés por la subsidiación”. Los arrendamientos sociales de la Sareb conllevan un programa de acompañamiento y, para determinadas situaciones, uno de inserción laboral. En este ya han entrado 2.100 personas y se ha logrado la firma de 44 contratos de trabajo. Pero todo empieza con el alquiler porque, explica el directivo de Sareb, el primer paso es “dar tranquilidad en el marco de la vivienda y que la gente tenga siete años para reordenar y reorganizar su vida”.
Siete años es la duración de un contrato estándar cuando el casero es una empresa. Y es lo que firmó el año pasado Díaz, la vecina de Riba-roja, junto con Isabel, una “amiga de la familia” de 72 años de la que cuida hace mucho tiempo porque tiene una discapacidad reconocida del 69%. Con la pensión que recibe esta y la renta valenciana de inclusión que recibe ella, se les calculó un alquiler social de 385 euros, apenas 15 euros menos de lo que pagaban antes. Inma Lara, la trabajadora social que lleva el caso y que está presente durante la entrevista, al igual que personal de la Sareb, lo define como un caso excepcional: “Con Bea todo fue fácil, se dan todos los factores de alguien con ganas de regularizar su situación”, asegura.
Díaz, que se muestra nerviosa, cuenta que acaba de completar un curso para ser monitora de comedor escolar y que asiste todos los lunes a una terapia para reforzar sus habilidades sociales. Para ella el gran cambio ha sido la estabilidad y el apoyo que está recibiendo. “Tengo expectativas de encontrar algún trabajo”, relata. “Con el contrato de alquiler que me han hecho ahora estoy muy tranquila, es lo mejor que me ha podido pasar, aunque he pasado miedo en los últimos años”.
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